5 de noviembre de 2010

El caracol en casa

Hace casi 7 años fue el primero, eramos cinco, cuatro, ocho... según el día. Fue el primero, digo, y estaba casi todo por aprender, desde las habilidades para manejar el fuego de la cocina hasta el arte de compartir un sofá.

Luego fuimos cuatro, alternantes, pero siempre cuatro. Vivíamos en el fin del mundo (ahora es casi el centro de la ciudad), y será porque estuve más tiempo, fue el primero que empecé a sentir como mi casa. Hice grandes amigos además, con algunos todavía mantengo el contacto. Y, eso sí, tuve que forzarme a perder el miedo a las alturas, estabamos en un noveno. Y el miedo a la enfermedad mental, hay quien lo duda, pero oficialmente concluimos que nuestra casera estaba loca.

Después vino el cambio de ciudad, y fuimos dos, uno y medio... hasta que al final uno y uno, que de vez en cuando coincidían en el pasillo. Empezó bien pero se empezó a hacer cuesta arriba. Un día me cansé de subir, y decidí ser solo uno.

Y llegué al cuarto, que en realidad era un segundo, todo un año sin ascensor. Empezaba la vida en solitario, en una casa igual demasiado grande, pero a la que tres años después terminé cogiéndole cariño. Esa si fue mi primera casa. Por cierto, en tres años crucé palabras con los vecinos igual en no más de cuatro ocasiones, no podía evitar dejar de sentirme un extraño en el edificio, y mira que le ponía empeño, conste.

Estando en el cuarto llegó también el quinto, algo temporal, poco más de dos meses, y compartiendo de nuevo. Eso sí, en una de las mejores ciudades en las que he tenido oportunidad de vivir. Además, compartía con dos chicas, toda una experiencia para lo bueno, y para lo malo. Cuando me fui, no entendía quien fundó el mito de que "los pisos de niñas son más tranquilos".

Después otro cambio de ciudad, y el sexto. Seminuevo, amplio y todo exterior. Ático. Duré cinco meses, usé la terraza dos veces, pero los vecinos, sin ellos saberlo, me conquistaban cada vez que me daban los buenos días en el ascensor. Que le vamos a hacer, melancólico que es uno. Los dueños se separaron y tuve que dejarlo, me sentí como los hijos de los padres divorciados, pagando el pato sin tener culpa de nada.

Y ahora el septimo. Este es más pequeñito pero también más acogedor. Llevo una semana y de momento los vecinos tienen costumbre de saludar. Es un tercero y no tiene terraza, pero oye, menos que limpiar. Y el casero me recuerda a veces a la loca del fin del mundo, aunque parece una persona sensata en el fondo. Sea como sea, de momento me quedo aquí, en principio por un año, espero que al final por algo más. Y que el octavo tarde en llegar, porque mira que cansa estar toda la vida haciendo la maleta.